Ana no estaba muy segura de haber encontrado su lugar en el mundo. Pero Lucila tenía la firme convicción de verla triunfar en todo. Lucila era, para Ana, la chispa secreta que develaba misterios.
Aunque de ninguna manera pudiese evitar que Ana sufriese a más no poder. Por la vida misma pero, sobre todo, por su familia que parecía un saquito roto de mate cocido que ensuciaba el mantel.
Ana tenía sentimientos encontrados. Amaba y lamentaba al mismo tiempo la pasión y el descontrol que había heredado. Quería usar a su favor lo bueno y desechar lo malo. Aunque algunas veces se observaba a sí misma y se encontraba haciendo los mismos gestos que su padre y su madre.
“Lo que se hereda no se roba” entonaban calcinados los pajaritos. Entonces Ana remontaba el vuelo nuevamente y parecía encontrar un norte.
Pero siempre caía. ¿Será porque anhelaba serlo todo? ¿Será porque no sabía decidir? Ana era una chica andrógina que se vestía bien únicamente cuando le daba la recalcada gana. Sólo así algunos insensatos la respetaban o halagaban.
No era de este mundo. Sentía todo con excesiva fuerza y profundidad. Y Lucila lo sabía. Por eso la acompañaba.
No es dato menor la presencia de Lucila en la vida de Ana. Ella aceptaba compasiva y risueñamente todos sus lenguajes. Sabía que Ana era un mujer súper poblada y ella en su estancia tenía lugar para todo.
No eran de la misma clase social, y eso a Ana le preocupaba un poco. Pero pertenecían a la misma Escuela, a la misma esencia y al mismo aula. Su amor fue amor a primera vista. Como quien se enamora más de la tarjeta y el moño que del regalo en sí.
“El día que Lucila me falte” - confesó Ana - "una parte de mí se habrá muerto para siempre".
Y a Lucila que no le gustaba el fatalismo le pareció mejor invitarla a tomar un vino y escucharla hablar una y mil veces, en sus cientos de lenguas. “Gracias” atinó a decir Ana. Y con la sangre de Cristo sellaron un pacto.
🖊️ Agustina Ferrand
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