En un hospital público se ven las realidades más crudas, ansiosas y, por qué no, también tristes o desesperantes. Gente enferma buscando curarse. Entre ellas estoy yo que espero mi turno y observo al perro que se adentra en el hall de entrada y pasea por el pasillo. Al Señor que se creé gracioso porque le corta el paso con las piernas. A la novia que le hace masajes en el cuello a su novio para aplacar, precisamente, la ansiedad. A la madre de su hijo enfermo que sonríe risueñamente cuando yo le sonrió a la niña que pasa y dá saltitos y hace magia, como si estuviese en el mundo más emocionante: el mundo de los niños.
Intento apaciguar la espera enfocándome en ellos. Y está todo tan lleno de necesidades y cansancios. Lo bueno es que ahora cambiaron los bancos de madera y están acolchonados. Te cambia la comodidad al sentarte, y la dureza es cosa del pasado. Detrás de cada paciente hay una historia. Historia que a veces se comenta, entre complicidades. O historias que simplemente imaginás, si tenés el don de las ideas.
Quisiera ser quien los abrace de por vida. Aunque yo no sea médica, ni acompañante terapéutica, ni mucho menos psicoanalista. Ellos son los ciudadanos que al igual que yo buscan soluciones, medicamentos o recetas. Y es por eso que los veo como si fuesen mis compañeros de camino. Todos, más o menos, estamos ahí por lo mismo. Convivimos por una cierta cantidad de horas hasta que salimos del consultorio y otra vez la calle y sus nuevos desafíos.
Un papá jugaba con su hija y ella se reía a carcajadas. El lagrimón, por mucho que intenté esconderlo, fue a parar a mis mejillas. Y ahí nomás me dí cuenta que uno nunca pierde la capacidad de conmoverse. De lo contrario hay que tantear el alma para asegurarnos de que todavía sigue en su lugar. Senti- pensando, senti-asistiendo, senti-lográndolo.
🖊️ Agustina Ferrand
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