Descubrí que era mujer el día que descubrí que no podía hacer otra cosa más que entregarme, abrirme, crear y cuidar algo -o mucho- por encima de mí misma.
A partir de ese descubrimiento todo fue comprarme las bombachas que mi Abuela solía comprarme, hasta el día que se fue del planeta y entonces le mando, furtivos pero visibles, besos al cielo.
A partir de ahí todo fue buscar, claramente, mis propias y otras bombachas. Ya no "como un rayo que me parte los huesos y me deja estaqueada en la mitad del patio", con el perdón de Cortázar.
Sino como una elección de precio caro, pero con dulces frutos.
Descubrí que era mujer cuando me dolió el dolor de otras mujeres. Y me parecieron "migajas y prepotencias" todo lo que nos (me) daban los hombres.
Entonces me hice lesbiana radical y poeta. ¡Encima!
Como si no alcanzase con un cuerpo que religiosamente arde, sangra, tiene hambre, frío y solo él se consuela.
Lo bueno es que descubrí que era mujer y nunca más quise ser otra cosa, ni estar en otra parte, ni tener otros ojos, ni otros dientes, ni otro nombre.
Desde ese momento crucial, del tajo tratando de hallar un norte, nunca dejé de parirme. Ni de preferir otros tajos, por encima de las falencias irremediables de los falos de los pobres hombres que no saben cómo hacer, ni qué decir, para parecerse aunque sea a una teta -o a un clítoris- de nosotras.
Las que, más tarde o más temprano, descubrimos que somos mujeres. Y aceptamos la cruz, la odisea y también la hoguera. Por si alguien todavía vuelve a llamarnos "locas".
🖊️ Agustina Ferrand
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